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Cuando la cultura iba más allá del signo político

Cuando se escuchan las entrevistas y declaraciones de una buena parte de los políticos argentinos, cualquiera sea su militancia, uno nota que los anima una audacia y una sed de poder temerarias y ...

Cuando se escuchan las entrevistas y declaraciones de una buena parte de los políticos argentinos, cualquiera sea su militancia, uno nota que los anima una audacia y una sed de poder temerarias y temibles que los hace mentir promesas; solo piensan en sus compatriotas cuando estos tienen que votarlos.

Los dirigentes y candidatos responsables que de verdad se interesan por el ciudadano saben que cuentan con una oferta pobre de cuadros inteligentes, preparados y honestos en sus propios partidos. Quizá deberían tentar a los de otras fuerzas y a los que nunca se ofrecieron. La tradición presidencialista y verticalista del país no ayuda a que la “cohabitación” y las coaliciones funcionen. Basta considerar el dúo del presidente y su vicepresidenta.

Sin embargo, en el campo cultural, hubo casos en momentos de fractura de la Argentina, que pueden resultar hoy sorprendentes. La Revolución Libertadora, que depuso a Perón y que fue responsable de fusilamientos y “cancelaciones”, desarrolló una gestión con aspectos positivos en educación y cultura. Llamó a personalidades eminentes en esos campos, aunque varias de ellas no simpatizaban con los militares y viceversa. Fue ministro de Educación Atilio dell’Oro Maini, que tras ser católico nacionalista de derecha, antirreformista, se convirtió en democristiano liberal. El nuevo ministro designó rector interventor de la UBA al gran historiador José Luis Romero, socialista y laico, apoyado por estudiantes.

En la ley que regiría la vida universitaria, Dell’Oro Maini defendió la autonomía de las universidades y el cogobierno con el estudiantado, pero incluyó el artículo 28 que permitía la apertura de universidades privadas. Ese artículo terminaría el romance. Primero, renunció el ministro; después, el rector de la UBA.

El gran navegante de todas las aguas fue el crítico teatral Kive Staiff, que dirigió el Teatro General San Martín bajo diversos gobiernos

La Libertadora creó también dos instituciones que perduran: el Instituto Nacional de Cinematografía y el Fondo Nacional de las Artes, que contaría con un notable plantel de directores de distintas tendencias.

Décadas después, el presidente radical Raúl Alfonsín nombró secretario de Cultura de la ciudad de Buenos Aires al autor teatral y novelista Pacho O’Donnell. Su sucesor, el peronista Carlos Menem, que gobernaría como liberal en economía, nombró a O’Donnell secretario de Cultura de la Nación. Este, a su vez, nombró director del Teatro Nacional Cervantes a Osvaldo Dragún, impulsor de Teatro Abierto y hombre de izquierda. Dragún aceptó y fue criticado por intelectuales porque “colaboraba” con Menem. Ofreció en el Cervantes lo que más contradecía la ideología, si es que la había, del menemismo. El presidente nunca obstaculizó las decisiones de Dragún.

Durante la misma presidencia del inefable Menem, el intendente de la ciudad de Buenos Aires, Carlos Grosso, designó director del teatro Colón a Sergio Renán, que no era peronista ni sería menemista. El nombramiento fue un acierto. El actor y director fue un gran gestor. Menem sabía que en el peronismo no tenía a nadie de ese nivel.

El gran navegante de todas las aguas fue el crítico teatral Kive Staiff, que dirigió el Teatro General San Martín con batuta virtuosa de 1971 a 1973, bajo el gobierno de facto del presidente Alejandro Lanusse; bajo la dictadura del Proceso, de 1976 a 1983; durante la presidencia de Raúl Alfonsín, de 1983 a 1989; y durante las gestiones de la Alianza y de Mauricio Macri en la ya Ciudad Autónoma de Buenos Aires, de 2000 a 2010.

En la embajada de Madrid, Beatriz Guido recibía con los abrazos abiertos a la gente de la cultura, ya fueran radicales o peronistas

Cuando se incorpora como funcionario a alguien que proviene de un grupo político distinto o que nunca ejerció una actividad oficial, importa mucho la personalidad del “recién llegado”. En la historia relativamente reciente del país, hay un buen ejemplo: la escritora y guionista Beatriz Guido, que fue la pareja y colaboradora del director Leopoldo Torre Nilsson. En 1984, el presidente Alfonsín la designó como agregada cultural de la embajada en España. Es oportuno recordarla porque este año se conmemora su centenario y acaba de publicarse Beatriz Guido. Espía privilegiada (Eudeba), de José Miguel Onaindia y Diego Sabanés; y se reeditó Las olvidadas (Penguin), de Cristina Mucci, que desarrolla vida y obra de tres narradoras best sellers: Beatriz, Silvina Bullrich y Marta Lynch.

El libro de Onaindia-Sabanés pone el foco en la producción literaria y cinematográfica de Guido, y en el modo de acción que desplegó en la diplomacia, terreno desconocido para ella. Se la celebraba por la alegría, la generosidad, el humor, la cualidad infrecuente de poder estar en cualquier ambiente como si fuera el suyo y de hacer sentir a la persona que acababa de conocer como si fuera su amiga desde la escuela primaria. Por eso, Torre Nilsson se valía de ella como intermediaria para dialogar con actores e ¡inversionistas! En Madrid, Guido recibía con los abrazos abiertos a la gente de la cultura, ya fueran radicales o peronistas. En la embajada montó una oficina para promover el cine argentino, algo inédito, y tendió sus redes por Europa.

Uno de los autores del libro sobre “la espía privilegiada”, el doctor José Miguel Onaindia, docente universitario, autor de libros de derecho y ensayos, es un ejemplo actual de funcionario inteligente, culto, de gran eficacia y sentido de las relaciones públicas, como Beatriz. Fue nombrado director del Incaa en 2000 en un momento de crisis económica. Supo reactivar la industria y entregó la cantidad más alta de subsidios en proporción al presupuesto. El mayor éxito de crítica y público de su gestión fue La ciénaga, dirigida por Lucrecia Martel, de 2001, premiada en varios festivales, entre ellos, el de Berlín y el Sundance.

En 2007, Onaindia asumió la dirección del Centro Cultural Rector Ricardo Rojas de la UBA y multiplicó en pocos meses cursos, conferencias, exposiciones, ciclos de cine, teatro y, por supuesto, la cantidad de personas de todas las edades que frecuentaban “el Rojas”. Renunció en mayo de 2008 en solidaridad con 16 empleados que no cobraban su salario. En 2013, la sagaz intendencia de Montevideo lo contrató como asesor artístico y de contenido del teatro Solís. A partir de entonces tuvo una gran actividad en Uruguay y en España. La caza y oferta de brillantes gestores ya no respeta fronteras.

Es criminal que la Argentina dilapide o asfixie la vida de sus habitantes. Habría que revivir o forjar a nuevas Beatrices.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/ideas/cuando-la-cultura-iba-mas-alla-del-signo-politico-nid13052023/

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