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Un amor bendito y maldito

En el viejo y enorme cine Cosmos de la década de 1960, donde se pasaba casi exclusivamente cine soviético, vi La pulsera de granates, de 1965, dirigida por Abram Room (1894-1976), un gran directo...

En el viejo y enorme cine Cosmos de la década de 1960, donde se pasaba casi exclusivamente cine soviético, vi La pulsera de granates, de 1965, dirigida por Abram Room (1894-1976), un gran director de la época, desconocido en la Argentina. La acción se desarrollaba a principios del siglo XX. Ya había automóviles, pero muy primitivos; por lo demás era como si todo transcurriera en el siglo XIX, salvo las escenas de apertura en las que se veía a un grupo de gente vestida como estábamos vestidos los espectadores, en medio de un tránsito de vehículos rápidos y modernos; todos iban por la misma avenida en dirección a la sala moscovita donde se iba a dar la película que estábamos viendo en el porteño Cosmos, de la avenida Corrientes. El cine dentro del cine. El libreto se basaba en el relato La pulsera de granates, del escritor Aleksander Krupín (1870-1938).

La historia se desarrollaba el 17 de diciembre, el día en que la protagonista, la princesa Vera Nikoláievna Sheina, festejaba su santo, acompañada por las cuatro personas que más quería: su amado esposo, el príncipe Shein; su hermano, Nikolái; su hermana Anna; y el general Anósov, que las hermanas llamaban “abuelo”, aunque no los unía ningún parentesco sino la amistad fraterna del general con el padre, ya fallecido, de Vera y Anna. El anciano Anósov, rodeado por sus “nietas”, era el centro de la tertulia con sus cuentos de guerra, pasión y muerte; y su crítica sensata, pero cruda del matrimonio y del imperativo de tener hijos.

En medio del baile y las conversaciones, Anna recibía una carta y un estuche que contenía una pulsera de oro bajo, realzada por granates rojos de distinta calidad; algunos opacos; otros brillantes; y en el centro, uno verde. La modesta joya la enviaba el telegrafista Zheltkov, perdidamente enamorado de la bella princesa desde que la había visto, años atrás, y con la que nunca tuvo ninguna relación. El inoportuno e inconveniente obsequio de la pulsera a una mujer casada y de otra clase tenía, para la época, un carácter escandaloso: era un hecho que debía ocultarse. En la carta, Zheltkov le declaraba a Vera su amor inclaudicable. Sólo aspiraba a verla de lejos. No contaré más. Salí del cine conmovido. Era, a la vez, un amor maldito y bendito: todos anhelamos, tememos y, la mayoría, huimos de él. Traté de conseguir el libro, pero en aquellos años, no había una traducción disponible; más tarde, aspiré a un video de la película: lo busqué durante años en el país y en Europa. No tuve éxito; pero hace una semana, vi un ejemplar de La pulsera de granates (La Compañía) en una librería. Lo compré.

Kuprín es un maestro en los retratos físicos y espirituales de sus personajes, por ejemplo, de Anósov. En casi todas las biografías o comentarios sobre el autor se dice que su estética era realista; más aún, naturalista; por ejemplo, en su novela El pozo, especie de documento de la vida diaria en un prostíbulo, de tono opuesto al romanticismo exaltado e idealista de La pulsera de granates.

El general Anósov se pregunta: “¿Y dónde está el amor? Ese amor para el cual realizar cualquier hazaña, dar la vida, entregarse al martirio no constituye ningún esfuerzo, sino sólo alegría. El amor debe ser trágico”.

Casi al mismo tiempo que Proust, escribía sobre la música de Vinteuil como el “himno nacional” del amor entre Swann y Odette; Kuprín hace del Largo appasionato de la Sonata Nº 2 de Beethoven el “himno nacional” del amor de Zheltkov por la princesa. Esa música decía, según el telegrafista: “Tú, tú y la gente que te rodeaba, todos ustedes ignoraban cuán hermosa eras”.

Perseguí el relato de ese amor más de medio siglo en distintas geografías. Lo hallé, pero ya no soy el mismo.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/cultura/un-amor-bendito-y-maldito-nid11072023/

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