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“Una oportunidad”: la sorprendente historia de las hermanas que se pusieron un objetivo y lo cumplieron

Amanece en Curuzú Cuatiá, Corrientes, y desde temprano María está levantada. Ya se cebó una pava de mate y tiene todo listo para dejar a Lola, su pequeña hija al cuidado de su niñera. Quedó...

Amanece en Curuzú Cuatiá, Corrientes, y desde temprano María está levantada. Ya se cebó una pava de mate y tiene todo listo para dejar a Lola, su pequeña hija al cuidado de su niñera. Quedó con un productor que a eso de las 8 estaría en la tranquera de entrada al campo para hacer un recuento de stock de su hacienda. A casi 700 kilómetros de allí, en San Nicolás, provincia de Buenos Aires, Paula también amaneció al alba: deberá apartar dos jaulas de novillos gordos para vender al mercado.

María es veterinaria y Paula licenciada en economía y administración agraria. Las Ferrando no solo comparten sus padres sino que llevan en la sangre el amor el campo y los animales. Son de Mercedes, Corrientes, allí mamaron esa pasión que hoy aun a la distancia las conecta como cuando eran chicas.

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El vínculo con la ruralidad viene de cuando eran muy pequeñas y vivían en el campo familiar paterno “Mi Querencia”, donde su padre, Oscar “Torito”, ingeniero en producción agropecuaria, era el administrador. En ese lugar, las dos hermanas junto a Inés, la mayor de todas, se “acollaraban” a él para acompañarlo a los corrales, a vacunar, apartar hacienda y en las recorridas a caballo. En esos primeros años y, hasta que se mudaron al pueblo, concurrieron a una escuela rural cercana.

“Tengo los mejores recuerdos de mi infancia, donde yo era un muchachito más dentro de la peonada, con ellos me encompinchaba. Mis abuelos no querían saber nada que me meta en el campo, eran otros tiempos donde a la mujer no le daban un lugar. Mi abuelo Cacho no podía creer cuando le contaba, con siete años, cómo castraba los corderos del campo, tal como me había enseñado papá”, cuenta María a LA NACION.

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“Con Paula, en el campo de Lelele, mi abuelo materno, al que íbamos los fines de semana, juntábamos los potros de la manada. Una vuelta elegí uno para domar. Me pasaba todo el día manoseándolo. Pero, como mi abuelo no quería, todos los lunes lo largaba en el último potrero y había que volver a buscarlo. Me quería cansar, pero nunca me ganó. Como me iba a llevar muchos meses amansarlo, al tiempo pude traerlo a una quinta del pueblo para poder ir a domarlo todos los días después de la escuela. Con 13 años, ese fue el primer caballo que amansé sola”, agrega.

Si bien Paula en un principio no era una gran apasionada, le gustaba acompañar en todas las locuras y travesuras camperas que se le ocurrían a María. Tanta era la pasión que tenía la más pequeña por el campo que, cuando llegaban las vacaciones, se empleaba como peón por día en el campo de su tío durante los meses de verano. “Si había que arreglar un alambre, curar un animal abichado, vacunar o recorrer, ahí estaba”, cuenta.

“Desde siempre tuve en claro que era en el campo donde quería trabajar y desarrollarme. Lo mío era con los animales, nunca lo dudé”, dice. Más tranquila pero decidida, poco a poco Paula también se fue enamorando del trabajo de su padre y quiso que su vida futura siga ese rumbo.

Ya en Buenos Aires, la primera en recibirse fue Paula y enseguida entró a trabajar en una semillera para hacer controles de cosecha en la provincia de Buenos Aires. Ahí fue María, que aún le faltaban algunas materias para terminar, que le siguió el tranco a su hermana, acompañándola.

Pasaron unos meses y Paula decidió volver a sus pagos. Para tomar confianza en su profesión y seguir aprendiendo, comenzó a participar junto a su padre de las reuniones CREA. Allí fue que consiguió un puesto en una cabaña ganadera durante seis años, hasta el 2017.

María, en tanto, con el título bajo el brazo y toda la ilusión encima, regresó. Pensó para sus adentros que ahora sí iba a poder dedicarse a pleno a su profesión. Sin embargo, no iba a ser así: entrar a trabajar como veterinaria siendo una mujer le iba a resultar durísimo.

“Llegué a mi pueblo, nadie me daba trabajo porque era mujer y me frustré. Agarré una campaña de vacunación y cuando llamaba a los productores para vacunar me preguntaban: ‘¿Vos sos la que me vas a venir a vacunar?’ Lloraba de la rabia que tenía de no tener trabajo como veterinaria y me decía para qué había estudiado esto si nadie confiaba en mí. Lo único que pedía era que la gente me de una oportunidad, que me conozcan, que me abran la puerta para demostrar que podía hacer bien mi trabajo”, relata.

Siendo muy impaciente y, como los llamados se hacían esperar, realizó un curso de equinoterapia y puso un centro en el predio de la Sociedad Rural. Al mismo tiempo, empezó a trabajar con su padre aunque fue igualmente duro para la joven.

“Siempre trabajé y aprendí de papá pero ahora ya recibida ni él confiaba. Le costaba delegar en mí. Un día vamos a hacer tacto y en los corrales a mí me manda a una tranquera a apartar. A la tardecita, cuando habíamos terminado el trabajo le dije: ‘mirá papá, yo no estudié para peón, o me dejás hacer a mí el tacto o no vengo más al campo’. Desde ese momento hizo un click y me permitió participar en la empresa familiar”, cuenta.

Trabajar con su padre le dio confianza y seguridad. Al tiempo, una amiga le propuso sumarse a un emprendimiento de transferencia de embriones bovinos en Dolores, provincia de Buenos Aires: sin rodeos armó su valija y se fue. Mientras, iban desarrollando el proyecto, un productor de la zona le ofreció trabajo. Viendo la posibilidad de crecer y, luego de hablar con su amiga, lo aceptó: “Ya sin papá cerca, por primera vez sentí que podía, tomé mucha confianza en mí y me hice. Me dije, ‘yo sí puedo’”.

Buscando nuevos desafíos, Paula dejó la cabaña de pedigree y también tomó vuelo. Con ese objetivo, en marzo del 2017 fue a Expoagro a probar suerte y encontrar trabajo. “Ahí, un productor me contactó para ver si quería trabajar en su feedlot. Era un gran desafío para mí porque era un establecimiento de más de 25.000 cabezas. El encargado de ese momento me decía que no iba a durar ni dos meses. Progresivamente fui aprendiendo, resolviendo los problemas y acá estoy ahora como encargada de todo en esta enorme empresa agropecuaria”, detalla.

De nuevo juntas

Hacía poco que Paula había llegado al feedlot, cuando surgió la necesidad de contratar un responsable de la sanidad de la hacienda encerrada. Ni lo dudó y llamó a María para que se postule: “Al principio no quise pero después me dije ‘le voy a meter sí’. Era un nuevo desafío pero estaba con mi hermana y solo con eso ya valía la pena”.

Enseguida se generó la misma complicidad de hermanas de antes, donde complementarse iba a ser fundamental a la hora de llevar adelante las tareas de una firma tan grande, sabiendo que, a pesar de los kilómetros que las separaban, con una llamada siempre estaba su padre para apoyarlas y alentarlas.

Con los mismos valores y conceptos, ambas tenían la premisa de que uno debe saber hacer el trabajo de todos, estar a la par, salir a caballo a recorrer y apartar los animales enfermos, para ganarse su confianza: “Ser uno más del equipo”.

“Durante esos dos años que estuve con Paula hicimos un equipazo espectacular, donde nos consultábamos todo. Vivíamos juntas en el mismo campo y como las dos somos muy metedoras, nunca nos importaba si por el horario ya era hora de cortar o si era fin de semana, si había que laburar había que meterle pata hasta terminar. El primer día de trabajo ya me toca hacer una necropsia. Sentía que los peones me estaban midiendo, probando y, a pesar de mis nervios, abrí el animal, diagnostiqué y salió todo bien”, recuerda.

Aunque en un principio no les gustó, hoy las hermanas valoran la constante puesta a prueba del dueño para con ellas, donde siempre le estaba marcando el único error o esa falla que había en el feedlot. “No entendíamos que no viera todo lo que habíamos hecho bien y que nos marque lo único que estaba mal, pero en realidad lo hacía porque sabía que podíamos superarnos y seguir creciendo y eso nos sirvió para incentivarnos más”, apunta Paula.

Pero iba a llegar el día que esa dupla de trabajo llegaría a su fin. Con tristeza por dejar a su hermana sola, María volvió a Mercedes a casarse. Pronto consiguió trabajo en el Senasa de esa ciudad y luego en la localidad vecina de Curuzú Cuatiá. Allí armó con una socia su centro de monta criolla llamado “La Yunta”, donde tratan de transmitir el amor a los caballos y que no se pierda la costumbre criolla. Además de colaborar nuevamente en la firma familiar.

“Nunca le manifesté a María el dolor que me causaba que se vaya porque ella iba a apostar a la familia y eso era lo que importaba. Extraño trabajar con ella, la necesito, su apoyo me da tranquilidad. Es mi sueño volver a trabajar juntas. Soy muy feliz con lo que hago, no me veo haciendo otra cosa. Me gustan los desafíos que te pone a diario el campo”, dice.

A pesar de que el matrimonio no prosperó, María también es muy feliz con lo que hace. “Mis padres siempre me inculcaron el significado de lo que es trabajar. Creo que me ha ido bien porque todo lo hice de corazón. Agradezco la infancia que tuve que me permitió tener contacto con el campo, que siempre fue mi refugio y mi salvación. Mi cable a tierra es el campo”, cierra.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/economia/campo/ganaderia/son-hermanas-gestionan-empresas-agropecuarias-y-llevan-en-la-sangre-el-amor-por-los-animales-y-el-nid15102022/

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