Desvelada. Viejas estaciones: trenes que pasan, historias que quedan
A la hora de la siesta, cuando los grandes se retiraban a dormir, agarrábamos las bicicletas y nos íbamos por ahí. Estaba bien definido hasta dónde se podía llegar. El límite de la Quinta Pre...
A la hora de la siesta, cuando los grandes se retiraban a dormir, agarrábamos las bicicletas y nos íbamos por ahí. Estaba bien definido hasta dónde se podía llegar. El límite de la Quinta Presidencial hacia un lado y la calle Paraná hacia el otro. Esta última era una decisión arbitraria, porque no había nada más allá que implicase un peligro mayor. A pesar de ser doble mano, eran pocos los autos que circulaban un sábado de siesta a comienzos de los ochenta. Después, quedaba bien claro, que nunca se cruzaban la avenida Maipú ni tampoco Libertador hacia el río. Y si por algún motivo se cruzaban las vías del tren por un paso a nivel, se bajaba de la bicicleta, se escuchaba atentamente mirando hacia ambos lados para reconocer el color amarillo que tenían los trenes entonces pegando la curva, a lo lejos.
A un par de cuadras de la casa de mi niñez en Olivos estaba lo que llamábamos la vía muerta; el ramal que corría desde la estación Mitre hasta el Delta, bien pegado al río. De ahí que años después, en su reapertura en 1995, se convirtiese en el Tren de la Costa. Durante la presidencia de Frondizi, en 1961, la traza del “tren del bajo” como lo llamaba la generación de mis padres, dejó de prestar servicios y durante gran parte de mi niñez fue simplemente “la vía muerta”. Mi padre, que también había crecido cerca de las vías del tren, me instruyó en forma temprana acerca de los peligros y la responsabilidad que conllevan cruzar una vía, aún una que llevase el engañoso nombre de “vía muerta”. Me llevó de la mano, señaló el tercer rail y me mostró, llegado el caso, la forma en que se debería cruzar. Sabía que solíamos andar por la cortada que daba al costado de esa vía por la que ya no pasaba el tren, pero lo que no contábamos era que seguíamos caminando por las vías un poco más allá, donde cruzaban el puente, y esperábamos para ver al tren Mitre pasando por debajo.
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Hacia la otra dirección, también caminando por las vías o llegando en bicicleta por el empedrado, estaba la estación Borges. Estaba abandonada y nos gustaba espiar por las ventanas rotas e imaginar cómo había sido cuando aún funcionaba, o cruzar el puente rojo que la atravesaba donde ya de adolescentes nos sacábamos fotos imitando las tapas de discos de alguna banda británica.
Alnwick es una localidad en el noreste de Inglaterra de menos de diez mil habitantes, con su propio castillo milenario construido para defenderse de los escoceses, y lugar de residencia de los duques de Northumberland. Eso explica en gran medida la majestuosa estación de tren victoriana, extraordinariamente grande y espaciosa en comparación al pequeño pueblo donde está ubicada. Dado que el ducado podía recibir una visita de algún miembro de la familia real, debían tener una estación acorde. Sin embargo, para 1968 el ramal que llevaba a Alnwick cerró y el edificio de la estación que incluía espacios para mercaderías, correo, paquetes y áreas de descanso y refrigerio para pasajeros, quedó abandonado.
Con el tiempo, el cavado de las vías fue llenado con concreto y el edificio pasó a usarse como planta de producción a cargo de un hombre llamado Stuart Manley. Cuando en 1991 su esposa Mary pensó en abrir una tienda de libros de segunda mano, Stuart sugirió usar el frente del edificio de la vieja estación de Alnwick. Así nacía Barter Books.
Sus dueños compraban libros usados en remates que llegaban en cajas que había que abrir, y clasificar título por título para ponerlos a la venta. En el fondo de una de esas cajas, en el 2000, Stuart encontró un póster doblado. Se trataba de una impresión con fondo rojo con tipografía en blanco y la frase Keep calm and carry on (Mantén la calma y sigue adelante). Ni Mary ni Stuart sabían de la historia de ese póster, pero les gustó tanto que lo enmarcaron, lo colgaron en la librería y recién para 2008 indagaron en la historia que había detrás.
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Cuando Gran Bretaña declaró la guerra contra la Alemania nazi en septiembre de 1939 nadie tenía en claro cómo sería esa guerra ni si se cumplirían los presagios de ataques aéreos sobre civiles y el uso de gas. El Ministerio de Información que elaboraba la propaganda para mantener la moral alta y ayudar al esfuerzo bélico, desarrolló tres posters para tranquilizar a la población ante un eventual ataque alemán. Los tres apelaban al dramatismo de un fondo rojo con una tipografía sencilla sin serif y la corona real estilizada en blanco. Su coraje, su alegría, su resolución nos traerá la victoria, decía uno. La libertad está en peligro. Defiéndala con todas sus fuerzas, rezaba el segundo. Se imprimieron más de dos millones de copias del tercero: Mantén la calma y sigue adelante. Nunca llegaron a distribuirse. En cambio, se decidió guardarlos como reserva en el caso de un bombardeo a gran escala y una invasión alemana sobre territorio inglés. Sin embargo, ante una faltante de pulpa de papel en 1940 las copias fueron usadas y solo algunos sobrevivieron. Entre ellos, el que cuelga de la librería Barter Books, en la vieja estación de Alnwick.
Medio siglo después la frase invadió tazas de café, remeras, carteles de vía pública y cualquier pieza de merchandising que permitiese su impresión. Muy pocos conocen la verdadera historia.
Las estaciones abandonadas de la vía muerta de mi niñez hoy están en funcionamiento. A veces las visito en mis salidas a desayunar los fines de semana. El año pasado volví a vivir cerca de las vías del tren, un lugar ruidoso a intervalos pero siempre lleno de historias para nosotros, los que aún nos fascinamos por un tren que pasa y desaparece detrás de una curva.