Ese hijo difícil. ¿Qué hago? Tips para vincularse mejor
Todos tenemos un hijo difícil, que nos cuesta. ¿Quién no? El que no obedece en casa, el que se porta mal en el colegio, el que miente, el que se lleva todas las materias, el que salta de carrera...
Todos tenemos un hijo difícil, que nos cuesta. ¿Quién no? El que no obedece en casa, el que se porta mal en el colegio, el que miente, el que se lleva todas las materias, el que salta de carrera en carrera, el que vive peleando, el que se queja por todo.
Cansados, desilusionados o frustrados de no dar en la tecla, como padres nos preguntamos: ¿Qué hago? ¿Dónde me paro? ¿Lo reto o me callo? ¿Le marco el límite o me corro? ¿Le digo lo que pienso o me silencio? ¿Lo sigo de cerca o lo suelto?
Son muchas las dudas porque es grande la preocupación de que termine en un mal camino y enorme el anhelo de lograr un buen vínculo con ese ser que tanto amamos. Y que, al mismo tiempo, tanto padecemos.
Y con quien podemos caer en la tentación de señalar, con un dedo acusador, como causa de nuestro hartazgo. “Siento que nada de lo que hago por él le alcanza y eso me agota.”
La pregunta queda picando: ¿de quién es el problema? ¿Del chico, sus padres? ¿O de ambos?
Cora de Elizalde, psicóloga especializada en niños y adolescentes, pone la lupa en el apego de la primera infancia para entender la complejidad del tema. “Nuestro hijo difícil es alguien que la está pasando mal, que se siente inseguro o incomprendido, a quien le ha faltado conexión o una mirada amorosa en sus primeros años de vida. Aquel que, posiblemente en el jardín de infantes ya pegaba a los compañeros o tenía fuertes arranques de enojo”, afirma. Para ella, esa desconexión temprana con sus papás, hace que estos chiquitos se desorganicen y como consecuencia se porten mal queriendo llamar la atención. Buscando amor. Y activando un círculo vicioso. Su mala conducta o rebeldía produce rechazo en sus padres; quienes, a su vez, pueden herir con palabras y rótulos del tipo: “Sos un enojón”; “siempre estás peleando”; “sos un vago”, “no estudias nunca”. Corriendo el riesgo de que, este lenguaje de desvalorización, se convierta luego en la propia voz interior de ese niño, que terminará convenciéndose de que, efectivamente, es malo, cabrón, peleador o dejado. Con la autoestima dañada ya no será fácil para él salir de ese lugar.
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Dudas y miedosEso mismo vive Raquel con su hijo Tomás de 23. “A veces lo noto triste porque se sabe el problemático de la casa; el que no cumple con nuestras expectativas, el desencajado. Eso le pesa. Entiende que lo que hace no está aprobado por nosotros y eso genera en él y en nosotros, una distancia dolorosa”, asegura esta mamá de cinco adolescentes. “Tomás fue nuestro primer hijo. Pero tuvo poco tiempo de exclusividad porque cuando cumplió cinco meses, nacieron sus hermanos mellizos. Otros dos varones que se han destacado en todo: el colegio, el deporte, los amigos. De algún modo, siempre le han hecho sombra”, cuenta.
Para Raquel y Alejandro, su marido, la crianza de Tomás fue y sigue un desafío. Pero al mismo tiempo la viven como una oportunidad de crecimiento. Con honestidad esta mamá comparte su experiencia: “Me sigue irritando su rebeldía. Desde chiquito no cumplía con las normas básicas de casa: bañarse, sentarse a la mesa. Ponía mala cara, estaba inconforme con todo. A los 7 años me cuestionaba la importancia de estudiar. Me descolocaba. Los viernes, traía a casa amigos que eran el antisistema. No había un ámbito en el que pudiéramos respirar en paz. ¡No sé por qué necesita llamar la atención por lo negativo! A veces me da ganas de decirle: está todo bien con llevarnos bien y querernos”.
Con Tomas viviendo en su casa, Raquel dice que, por momentos, siente que camina sobre campo minado. “Sé que fuma marihuana tres veces por semana y no sé cómo abordar el tema”, confiesa. “Me he flexibilizado mucho, ya no me escandalizo. Pero tampoco lo apruebo. Y me cuesta discernir como actuar. Si plantarme firme o ser tolerante con él. Me pregunto si no digo las cosas que me gustaría para no alejarme de él, o se vaya de casa”, confiesa.
Pero, a pesar del cansancio y la preocupación, Raquel asegura que esta situación la impulsó a crecer. “Lo que hago con los otros cuatro no me da resultado con él. Tuve que cambiar mi chip. Reconfigurarme”.
La vía del autoconocimientoHace varios años que comenzó psicoterapia (sola y con su esposo) y valora los logros alcanzados. “Me crié en un hogar donde la palabra empatía no existía. Ni la entendía. Tuve que aprender de a poco a escuchar y a ponerme en los zapatos de mi hijo rebelde. A preguntarme por qué me molesta tanto lo que hace o dice, qué herida mía toca. Reconozco que gracias a este camino de autoconocimiento me fui corriendo de lugar. Estoy menos encima de él. Lentamente estoy pudiendo aceptarlo sin juzgarlo tanto; sé que es alguien que piensa distinto a mí. Elije lo que yo no elegiría. Aprendí a silenciarme. A no preguntarle por los exámenes de la facultad (está atrasado) porque lo vive con mucha presión. Comencé a prestar atención a mis juicios tan taxativos. A no opinar de los amigos que no me gustan. Reconozco que a mí me tocó vivir una adolescencia muy diferente a la suya. A los 18 años me quedé huérfana y salí enseguida a estudiar y trabajar para sostenerme económicamente y proteger a mi hermano menor. Por eso valoro tanto el esfuerzo. Pero puedo comprender que su historia es diferente; que el trabajo para él, no representa un modo de supervivencia como lo fue para mí.
Esta capacidad de cuestionarnos qué nos molesta de ese hijo es justamente lo que Matías Muñoz, psicólogo especializado en orientación a padres, propone como camino de mejora. “Yo me preguntaría primero: qué ocurre entre mí y este hijo; en esa trama que se teje entre los dos. E inmediatamente después trataría de indagar: ¿de quién es el problema y qué necesitaríamos ambos para salir de este lugar?”, expresa en su columna del programa Pensando en Familia de Citas de Radio.
Culpar afueraCree que, muy frecuentemente, tendemos a polarizarnos y culpabilizar al chico, incluso al punto de victimizarnos: “Con todo lo que hago por él, mira cómo me paga”.
Carolina asiente. “Eso me pasa con Sebastián, de 19 años. Siento que es ingrato conmigo. No me mira a los ojos, no me escucha. Ni me registra. Cuando me incomodo un sábado temprano (¡que tengo ganas de dormir!), para llevarlo a su torneo de futbol no me lo agradece. A veces me da ganas de matarlo”, dice. Carolina y Fernando tienen 5 hijos. Esta mamá explica que, desde el inicio de la pandemia, padece esta indiferencia de Sebastián, pero recuerda haber pasado malos momentos también con Ricardo, el hermano que le sigue. “Porque no estudiaba, pegaba portazos y se aislaba. No siempre es el mismo hijo el que me cuesta. Durante un tiempo es uno; más adelante otro”.
Para Muñoz esta alternancia en la dificultad, es saludable. “Si yo me reconozco como el hijo difícil del momento, pero sé que otros hermanos míos también la imposibilitan a mamá, esto me da libertad y me permite llevarme mejor con ellos (habrá menos celos o envidias)”, sostiene.
Como adultos, sugiere recoger el guante y plantearnos cuál es nuestra parte en esto que estamos atravesando. Esto mismo propone Claudia Messing, Presidenta de la Sociedad Argentina de Terapia Familiar, cuando recibe en la consulta a padres cansados de lidiar con chicos difíciles. “Para entender a ese hijo, hay que comprender un fenómeno más amplio: el contagio emocional. Desde que nacen, los chicos no solo copian nuestras frases, actitudes o rasgos de carácter como si estuvieran frente a un espejo; sino también los efectos emocionales de nuestras historias no resueltas, las heridas de nuestros vínculos primarios no elaborados”, afirma.
¿Cómo funcionaría esto? Pone el ejemplo de un padre a quien se le murió su mamá a los 14 años, y vivió la escolaridad en soledad con mucho estrés y auto exigencia, y que hoy tiene a su hijo de 16, que repite su conducta, pero al revés: frente a la presión del estudio, huye, se desconecta se muestra descuidado y termina reprobando en diciembre, la mayoría de las asignaturas. “El problema de base es este contagio emocional. ¡Es tan importante reconocerlo!”, sostiene. Cree que, cuando los padres logran ver esta conexión entre sus vivencias no resueltas y estas repeticiones que van apareciendo con los años en las conductas de sus hijos, ambos sienten un gran alivio. En su consultorio, no necesita ver a los niños y adolescentes; el trabajo es fundamentalmente con los padres. Los invita a que se conecten emocionalmente con esos traumas o heridas, que le pongan palabra, las elaboren y que conversen con sus hijos sobre ello. Y remata: “En vez de volverte loca con tu pibe; habla con él de tu historia. Es el mejor atajo, la mejor solución”.
Carolina asiente. Hace pocos días llegó a su casa una madrugada Sebastián pasado de alcohol en mal estado. “Por supuesto que hay motivaciones propias que él tendrá que rever, pero veo una clara relación entre este desorden suyo y la bulimia-anorexia que yo padecí a su edad. Creo que un patrón familiar de control-descontrol que se actualiza en él”, señala.
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Nunca es tardeLa buena noticia, para los especialistas, es que siempre estamos a tiempo para trabajar en nosotros, y revertir la situación dolorosa de distanciamiento. “Se puede empezar de nuevo; pidiendo perdón, cuando haga falta”, asegura de Elizalde. Muñoz sugiere plantear al hijo preguntas valientes del tipo: ¿Cómo te sentís vos conmigo? Y como camino inverso, cuestionarnos: ¿Qué siento por este hijo que me inquieta tanto? ¿Y qué estaría necesitando él de mí hoy?
Para de Elizalde es crucial atravesar el proceso, pero quitándonos la culpa malsana de encima. “Nos destruye”, advierte. “No existe una escuela para padres, hacemos lo que podemos. Abracémonos con todas nuestras limitaciones y pidamos perdón. Nunca es tarde”, agrega. Con una mirada optimista, al igual que sus colegas, propone a los adultos elaborar primero sus emociones para acercarse a sus hijos más livianos. Sin tanta mochila.
Y anima a los adultos a prestar atención a nuestras respuestas emocionales, racionales y conductuales. “Desde el corazón, mirarlo con amor incondicional, sin reproches ni prejuicios, empatizando con su corazón. Desde la razón, acallar nuestros pensamientos y trabajar sobre nuestras expectativas contraponiéndolas con la realidad de lo que es y no depende de mí cambiar. Y desde nuestro hacer: no enojarnos con el enojo de nuestro hijo; no responder con agresión; poner límites sanos sin gritos, ni insultos, ni amenazas ni penitencias. ¡No funciona!; intentemos respetar sus elecciones; indagando en su persona: ¿cómo te sentís vos con esto (de fumar marihuana, por ejemplo). ¿Qué pensás, como lo vivís?
“Estoy convencida de que, con un padre que se muestra empático y compasivo, el chico termina acercándose y abriéndose”, explica.
Mónica lo experimentó. Cuenta que, en el último tiempo, está disfrutando de algunos momentos con Tomás. Que atesora en su corazón. Buscó y encontró actividades para compartir con él como ver una buena película un sábado a la tarde, salir a almorzar un día cualquiera, o sumergirse en la cocina y meter mano en el arroz y el salmón para preparar un rico sushi para la familia.
Son pasos. Que abren un surco nuevo. Que tiene mucho que ver con nuestra tarea adulta de procesar y sanar nuestra historia; de mirar a ese hijo a la cara despidiendo nuestras expectativas, de abrazarlo en su singularidad sin juicios. Convencidos de que, permaneciendo en ese mar revuelto de la vulnerabilidad y de lo que no entendemos, soportando lo no resuelto, algún día podremos atravesar el límite de la impotencia y vislumbrar a lo lejos mansamente, el puerto del perdón y del encuentro.