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Exclusivo: el documento que revela el papel de Perón en el derrocamiento de Illia. Parte 1

El escrito lleva el encabezamiento de “Memorandun Confidencial” y no menciona a partícipe alguno en la negociación conspirativa. Este documento revela la verdadera historia documentada en la Argentina

Ir a notas de José Claudio EscribanoPor José Claudio Escribano

En un memorando de ocho puntos que ha de haber escrito hacia fines de 1965 –en noviembre, por indicios firmes y concordantes–, Juan Perón desarrolló las premisas sobre cuyas bases debía derrocarse al gobierno constitucional de Arturo Illia.

Con su estilo inconfundible, Perón dice en el primer punto que desea, “de acuerdo con lo conversado sobre la posibilidad de un acuerdo del Peronismo con las fuerzas armadas azules”, adelantar algunas reflexiones que considera importantes “porque, en casos como éste, lo único que puede dejarse a la improvisación son los imponderables, lo imprevisible y los hechos fortuitos”.

“Todo lo demás –explica Perón– debe ser apreciado y planificado conscientemente”. El documento lleva el encabezamiento de “Memorandun Confidencial” y no menciona a partícipe alguno en la negociación conspirativa. Lo que el escrito exhuma es la conocida vocación golpista del líder del mayor movimiento político de la Argentina moderna.

Perón estuvo en el recibimiento al general José Félix Uriburu, jefe del alzamiento contra el presidente Hipólito Yrigoyen en 1930, cuando llegó en un vehículo descubierto a las puertas de la Casa Rosada. Trece años después estuvo entre los líderes del núcleo conspirativo –Grupo de Oficiales Unidos (GOU)– que echó del poder al presidente conservador Ramón Castillo. Fue como ministro de Trabajo y de Guerra y vicepresidente de la Nación el eje del gobierno militar que lo dejaría en la Presidencia en 1946 al cabo de las elecciones nacionales en que había triunfado tres meses antes. Lo había hecho por sobre los candidatos de la Unión Democrática, José P. Tamborini-Enrique Mosca. A estos los asistió una convergencia de radicales, socialistas, comunistas y demócratas progresistas. Los había acompañado una simpatía generalizada entre los países aliados a meses de haber triunfado en la guerra contra la Alemania nazi y por el recelo que habían incubado contra la revolución de 1943, que anidaba una fuerte corriente germanófila.

En el documento Perón manifiesta que se halla listo para acompañar una asonada que pusiera fin al gobierno de Illia. Exige, sin embargo, que se cumplan previamente procedimientos que detalla con minuciosidad. Después de los diez años de avatares políticos acontecidos desde septiembre de 1955, dice, “un golpe militar asestado en frío será difícil que cuente con la simpatía popular aunque sea evidentemente antigorila”.

LA NACION accedió a una copia completa de ese documento, contenido en una de las nueve, diez o trece cajas, según las fuentes consultadas, que el juez federal Rafael Sarmiento secuestró al promediar el último gobierno militar en Puerta de Hierro, la casa de Perón en las afueras de Madrid. Fueron traídas a la Argentina en un avión –seguramente un Hércules– de la Fuerza Aérea Argentina.

La causa abierta en la justicia argentina y por la cual la justicia española habilitó el allanamiento autorizaba el ingreso del secretario del juzgado actuante, no del juez. Sarmiento consiguió penetrar en la residencia camuflado como fotógrafo.

Cuesta creer que la Justicia o los militares que dejaron en 1983 el poder no hayan prestado especial interés a los papeles archivados por Perón y relacionados con su correspondencia escrita y oral cuando estos llegaron al país. Lo natural habría sido que los hubieran revisado concienzudamente y apartado cartas o grabaciones que comprometieran a jefes militares o civiles, en particular políticos y empresarios que, habiendo camanduleado con Perón, por alguna razón necesitaran proteger y colocar a resguardo de los escándalos políticos consiguientes.

Militares con los rifles listos en la Plaza de Mayo, esperando los acontecimientos mientras un golpe militar derrocaba al gobierno del presidente Arturo Illia

Militares con los rifles listos en la Plaza de Mayo, esperando los acontecimientos mientras un golpe militar derrocaba al gobierno del presidente Arturo IlliaBettmann - Bettmann

Se volvió a tener noticia de esas cajas cuando personal del Ministerio de Defensa, a cargo entonces de la ministra Nilda Garré (2005-2011), de nom de guerre “Comandante Teresa” en su época de guerrillera, fueron a buscarlos a un garaje subsidiario de la inteligencia aeronáutica, y se alzaron con ellos. No fue por casualidad, sino por el aviso a la ministra de quien era jefe del Estado Mayor de la fuerza, brigadier general Normando Constantino, un veterano de la Guerra de las Malvinas. Constantino había tomado conocimiento poco antes de la existencia en un área de su jurisdicción de esa “papa caliente”, como diría la señora Kirchner. Constantino resolvió sacarse rápidamente las críticas cajas de encima.

Se tiene entendido que las cajas fueron derivadas al final al Archivo General de la Nación sin saberse si antes fueron objeto o no de una conjeturable segunda “selección política”, ahora por parte de elementos kirchneristas del gobierno. No se conoce tampoco hasta dónde el contenido ha sido leído con criterio historicista, clasificado y cuidado a fin de que integren el patrimonio histórico de la Nación o dejarlos, si correspondiera, a disposición de María Estela Martínez de Perón.

La ex presidenta de 92 años reside en Madrid y es la única sucesora legal de quien lideró el peronismo. Cuesta imaginar que “Isabelita” se halle a esta altura de la vida con el humor de recuperar los restos que queden del archivo de quien fue su marido.

Perón deja constancia en el documento de fines de 1965 de contar con información de que los Estados Unidos se oponen a un golpe contra Illia. “Han negado ya su O.K.”, comenta Perón con sequedad, y por algún motivo era tan asertivo.

Perón abunda en consejos del tono apropiado al militar experimentado, que lo era, sin duda, en lides de la naturaleza de la que se encontraba en marcha. Observa: “…un golpe de Estado militar, como consecuencia de una situación que se puede crear con la colaboración de las masas populares, puede llegar a ser inobjetable tanto desde el punto de vista interno como del internacional. Todo depende de saber hacer las cosas. No se trata de perderse en planes complicados y fastuosos (?), sino de establecer una idea operativa simple en su concepción y completa en las previsiones de su ejecución, porque en estos casos, solo lo simple promete éxito”.

Perón deja constancia en el documento de fines de 1965 de contar con información de que los Estados Unidos se oponen a un golpe contra Illia

Illia fue derrocado el 28 de junio de 1966. La memoria del cronista se retrotrae también al acto del juramento del general Juan Carlos Onganía y a la presencia inesperada allí de figuras centrales del sindicalismo de la época: Augusto Timoteo Vandor, “El Lobo”, metalúrgico; Juan José Taccone, de Luz y Fuerza y discreto simpatizante del franquismo, y José Alonso, del sindicato del Vestido.

Las corbatas nunca constituyeron el accesorio o prenda indiciaria de la “fastuosidad” que Perón descalificaba en el memorando, pero sí una manifestación de formalidad (mucho más aun en la actualidad descontracturada que en los viejos tiempos) y, en aquel caso en especial, “de que esto es algo diferente y exige demostrarlo”.

Que Vandor, Taccone, Alonso, y algún otro, quisieron demostrarlo de tal modo, no hay dudas. Tanto lo lograron que fue el comentario más insistente sobre la asunción de Onganía cómo aparecieron trajeados aquellos sindicalistas a fin de llamar la atención de todos por la forma diferenciada de la habitual con la que hicieron las salutaciones de rigor en la Casa Rosada.

El mundo político y militar tomó nota así de que la cúpula sindical se sentía interpretada por el relevo gubernamental a través de un golpe de Estado y se desentendió por un momento del incendio que ya devoraba las relaciones personales entre Perón y Vandor, primer jefe sindical peronista que desafiaba sobre bases consistentes la propia e intocable jefatura de aquel. Vandor actuaba con sutileza, no con bravuconadas abiertas, pero aun así fracasó en el arriesgado empeño.

Terminó asesinado en junio de 1969 por terroristas del “peronismo revolucionario” en el búnker inútilmente acorazado de la Unión Obrera Metalúrgica. Igual ocurriría con Alonso en agosto de 1970, mientras se desplazaba por Belgrano en automóvil. Cuatro matones lo acribillaron a balazos en Benjamín Matienzo y La Paz.

Arturo Illia abandona la casa de Gobierno, el 28 de junio de 1966, al ser derrocado

Arturo Illia abandona la casa de Gobierno, el 28 de junio de 1966, al ser derrocadoARCHIVO DYN

Meses antes de la asunción de Onganía, Alonso había sido desplazado de la secretaría general de la CGT por la corriente vandorista y reemplazado por Fernando Donaires. Después de haberse concertado ambos para impulsar las huelgas revolucionarias que Perón alentaba desde Madrid contra el gobierno de Illia, Vandor y Alonso se distanciaron.

Volvieron a aliarse en los primeros años del régimen militar. Acabaron ambos sus días como un mismo blanco a destruir para el peronismo que se radicalizaba bajo la inspiración de Perón. Nadie lloró en Puerta de Hierro sus muertes, pero sí la de José Rucci, que era el jefe cegetista cuando Perón retornó a la Argentina en 1973 y los Montoneros acabaron con su vida al precio de juramentar a Perón en fulminarlo. Rucci le inspiraba más confianza que ningún otro dirigente sindical, casi como la del hijo que no había tenido en sus tres matrimonios.

Alonso había interpretado los más íntimos sentimientos de Perón, a mediados de junio de 1966, al decir con ligereza pomposa, horas después de la expulsión de Illia de la Casa Rosada: “Nos alegramos de haber asistido a la caída del último gobierno liberal burgués, porque jamás podrá volver a plantearse nada así”. Debió de haberse mordido la lengua antes de que transcurriera algún tiempo.

Violento e irreparable fue en 1969 el cierre de la carrera de quien llegó a ser el más importante sindicalista en la historia de la industria del vestido por condiciones personales que han sido definidas con algo de socarronería: “Había sido un hombre que no daba puntadas sin hilo”.

En el punto sexto del memorando escrito unos siete meses antes de la entronización de Onganía en el poder, Perón insiste en que “será preciso planificar coordinadamente las acciones populares que han de preparar la situación conveniente y crear el clima indispensable para que la intervención militar aparezca como una consecuencia obligada y no como un designio preconcebido. En esta forma –dice–, el golpe militar puede resultar intensamente popular a la vez que cubrir las espaldas institucionales de toda acusación ulterior. Un acuerdo de buena fe, realizado a base de objetivos comunes en beneficio exclusivo del país, encontrará apoyo no solo en el Peronismo sino también en todas las fuerzas sanas que honestamente anhelan solucionar los graves problemas que están llevando la Nación al abismo”. Hablar de un país que se aproxima al abismo a fines de 1965 resulta una hipérbole de dimensiones cósmicas a la luz del estado en que se halla la Argentina de mediados de 2023. Claro que el autor del memorando se estaba involucrando en la gestación de un golpe de Estado y aplicaba al texto a su cargo el estilo de rigor, según lo verifica cualquier estudio comparativo de documentos de tal índole.

Después de todo, siempre las revoluciones se gestan para salvarnos de algún supuesto abismo. De lo contrario, ¿para qué asumir tan graves responsabilidades institucionales e históricas? En 1965 faltaban, incluso, diez años para que la Argentina comenzara a acelerar, de acuerdo con apreciaciones coincidentes de historiadores y politólogos, el proceso de decadencia política, económica y social que, habiéndose arrastrado desde varias décadas antes de los sesenta, se prolonga en los días que corren a velocidad inaudita.

En el punto séptimo y penúltimo del documento, Perón sugiere lo que deberá hacerse una vez establecida “la idea operativa y consumado el acuerdo de partes”. O sea: el acuerdo entre militares golpistas y la conducción del peronismo. En párrafos anteriores Perón aconsejaba la preparación de un “pequeño” plan de operaciones cuyas previsiones contuvieran “lo interno y lo internacional porque la vida de relación moderna es tan intensa que nada se puede ya realizar en compartimentos estancos”.

La conspiración que culminó el 28 de junio de 1966 siguió los lineamientos del memorando de Perón solo en cuanto a la voluntad de desplazar a un presidente constitucional. En algún punto, la conspiración se bifurcó en diferentes caminos

¿Cómo actuar las partes en conjunto a partir del eventual acuerdo para derrocar a Illia? Perón lo explica con una pormenorización llamativa: “…todo dependerá de disponer de 20 o 30 días para preparar y realizar las acciones populares preparatorias que se desencadenarán paulatinamente, intensificándose en progresión hasta desembocar en una huelga revolucionaria de carácter nacional en la que nuestras organizaciones políticas y sindicales han de jugar el papel protagónico. Entre tanto, las fuerzas militares han de ir preparando a su vez el clima de intervención oportuna y decisiva”.

¿Quiénes estaban en 1965 más urgidos por la consumación del golpe contra el gobierno radical? ¿Perón o los militares? Por la lectura de revistas de gravitación dominante a mediados de los sesenta, la tarea de demolición del gobierno se oficiaba sin pausa bajo la influencia de elementos militares conspicuos de la llamada corriente “azul” del Ejército. Era evidente la acción psicológica antigubernamental que esos medios irradiaban a partir de continuos mensajes de los contactos militares.

Tampoco Perón estaba precisamente remoloneando a juzgar por las inquietudes que explicita en el memorando. Denota una determinación urgente para avanzar en las tratativas. Escribe en las tres últimas líneas del memorando: “Para ganar tiempo en las previsiones, sería oportuno que los camaradas del Ejército adelantaran desde ya al jefe de Operaciones (o al I.a) a Madrid para la planificación indispensable”. A pesar de las consultas realizadas para esta nota fue imposible descifrar el sentido de la sigla “I.a.”

Con el trasfondo preliminar de un memorando confidencial que retrata la personalidad multifacética del caudillo peronista, Onganía, comandante en jefe del Ejército, general de carácter reservado, graduado del Colegio Militar como uno de los últimos cadetes de su promoción y carente del linaje distintivo de los oficiales de Estado de Mayor pues no había cursado estudios en la Escuela Superior de Guerra, reemplazó por la fuerza de las armas al honrado médico de Cruz del Eje.

Arturo Illia había nacido en 1900 en Pergamino y su mayor logro político anterior había sido acompañar a Santiago del Castillo en la fórmula del radicalismo sabattinista que los cordobeses consagraron en las elecciones provinciales de 1940 para gobernar la provincia. Una revolución militar los echó de sus cargos en 1943 y otra revolución desplazó a Illia en 1966 de la presidencia de la Nación. Illia resistió toda una noche en la Casa Rosada y la abandonó al alborear el nuevo día, tras ordenar a la escolta presidencial del Regimiento de Granaderos que se abstuviera de disparar un solo tiro en su defensa.

La conspiración que culminó el 28 de junio de 1966 siguió los lineamientos del memorando de Perón solo en cuanto a la voluntad de desplazar a un presidente constitucional. En algún punto, la conspiración se bifurcó en diferentes caminos y nadie podría decir que el gobierno de Onganía manifestó una propensión favorable al peronismo. Sí, se caracterizó por un desprecio notorio por el papel de los partidos políticos como organizaciones intermedias de la sociedad. Incluso, fue más allá en ese sentido que el régimen que diez años después conmovería al mundo por mimetizarse en métodos con la subversión de izquierda que salió a combatir.

El desprecio por los partidos políticos estuvo confinado, a partir de marzo de 1976, a la influencia del abogado y discípulo del filósofo español José Ortega y Gasset, Jaime Perriaux, y de un grupo de intelectuales que este comandaba. Los aunaba la esperanza de hacer realidad en la Argentina “la democracia autoritaria” que propulsaba el teórico australiano, pero formado en Francia e Inglaterra, Brian Crozier. Este era el autor de un libro con ese nombre de amplia divulgación mundial en los años setenta.

El grupo de Perriaux creía en los clubes políticos –nada nuevo, como que los clubes habían proliferado durante la Revolución Francesa: los clubes de girondinos, los clubes jacobinos– como sucedáneos de los partidos políticos en una democracia condicionada por la Guerra Fría. Crozier viajó a la Argentina durante el llamado Proceso de Reorganización Nacional como experto en resolución de conflictos políticos y con aura de intelectual vinculado con servicios de inteligencia de Gran Bretaña y los Estados Unidos después de una juventud de simpatías comunistas.

En 1968, con todo, por iniciativa del ministro de Bienestar Social, Francisco Manrique, capitán de navío retirado que había sido factótum en el gobierno revolucionario del general Pedro Eugenio Aramburu, Onganía dictó para alborozo de los sindicatos la ley de Obras Sociales. Sería tal su impacto general en adelante sobre el desenvolvimiento político de la Argentina que hasta el propio Perón se sorprendió, según se le adjudica más por zorro que por caudillo, y dijo: “A quién se le ocurre dar tanta plata a los gremialistas”.

En todo caso, el de Onganía, primero de tres sucesivos gobiernos militares, se caracterizó por un espíritu católico, levemente nacionalista y de un falso aristocratismo. Tuvo gestos como el del presidente de hacerse llevar en carroza, con palafreneros de librea, al ingresar en la fiesta anual de la Sociedad Rural Argentina en Palermo.

Una representación forzada de la Belle Époque de José A. Figueroa Alcorta y Roque Sáenz Peña, y de la infanta Isabel, llegada al país para la celebración del Centenario, quien utilizó, entre vítores populares, la misma carroza que en 1966 parecía a las gentes un extraño y petulante anacronismo. Más cerca que de Perón, el corazón de Onganía estaba cerca, hasta por la propensión a los fastos, del generalísimo Franco, con quien la relación del exiliado en Puerta de Hierro pasaba por uno de los peores momentos desde su llegada a España en 1960.

Algo había salido mal para el conspirador minucioso del memorando que glosamos. A través del tiempo persiste, sin mengua por los tropiezos sufridos a lo largo de ochenta años de desplazar gobiernos y dificultar hasta el hartazgo el desenvolvimiento de otros, la continuidad de una genética política invariable en el ADN peronista.

Hoy, se la observa en la reacción compartida por profetas del kirchnerismo –tan alejados de Perón en muchos sentidos– cuando expresan advertencias catastróficas hacia el futuro inmediato, adelantándose a lo que ocurrirá si la oposición llegara al poder el próximo 10 de diciembre. Presagian un drama nacional: “Las calles van a estar regadas de sangre y de muertes”; “No dura ni dos segundos con su programa, ni una semana de gobierno”; “En un año y medio se van en helicóptero”; “Van a tener una reacción popular que no se van a poder bancar y vuelan todos en pedacitos”.

Seamos realistas. Veamos, primero, si tal como están las cosas todo no vuela por los aires antes de que culminen los aprestos eleccionarios.

Deseemos que no: ni antes ni después.

Fuente: José Claudio Escribano

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