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La lógica de conformación de las fórmulas presidenciales

¿Buscar un vice que complemente al candidato presidencial, sea en sus eventuales debilidades o en sus atributos y su imagen en términos de experiencia y gobernabilidad? ¿O, por el contrario, ir ...

¿Buscar un vice que complemente al candidato presidencial, sea en sus eventuales debilidades o en sus atributos y su imagen en términos de experiencia y gobernabilidad? ¿O, por el contrario, ir por un perfil que refuerce los aspectos que la ciudadanía más valora de aquel que encabeza la fórmula? Esta disyuntiva es característica de todas las campañas, en la Argentina y en el mundo, para todos los cargos ejecutivos en los que resulta necesario integrar una fórmula. Obviamente, aunque se busque lo primero, siempre aparece algún aspecto que ambos tendrán en común. Del mismo modo, aun cuando compartan numerosas cualidades, habrá por lo general elementos diferenciales. Los estrategas de campaña suelen invertir mucho tiempo y recursos en la selección del compañero de fórmula “ideal”. Como siempre, la realidad termina siendo más compleja y las sugerencias de laboratorio tienden a ser desplazadas, o al menos matizadas, por argumentos políticos.

Lo más importante, como en otros órdenes de la vida, es evitar errores garrafales. Esto se comprueba en el tiempo: los vicepresidentes a menudo son protagonistas de conflictos o escándalos que debilitan a sus “jefes”, con los que mantienen un vínculo nunca sencillo por los naturales recelos e inevitables sospechas de conspiraciones. En estos días apareció un sondeo de NBC según el cual casi la mitad de los norteamericanos tienen una baja consideración de Kamala Harris. Algunos especialistas consideran que se trata de la vicepresidente con peor imagen desde que se tienen registros, a pesar de los esfuerzos de la Casa Blanca por fortalecer sus credenciales de cara a los comicios del próximo año, en los que Joe Biden buscará en principio su reelección. Muchos especulan con que en el hipotético caso de que esto no suceda (sea por las dudas respecto de la edad y el estado de salud del primer mandatario o, sobre todo, por los problemas judiciales que involucran a su hijo Hunter), los demócratas no podrían confiar en Harris para retener la presidencia ni siquiera si el contrincante fuera Donald Trump. Algunos se preguntarán si tuvo sentido haber endosado a comienzos de la gestión Biden a la alguna vez popular Kamala, una exitosa senadora y antes procuradora del estado de California, en la insoluble cuestión de la frontera mexicana, de la que ningún ser humano podía haber salido airoso.

No es el primer vicepresidente controversial o impopular en Estados Unidos. Dick Cheney, que secundaba a George W. Bush, fue una figura determinante en su administración y estuvo involucrado en fuertes polémicas. No tanto como el compañero de fórmula de su legendario padre, George H. W. Bush, el vaporoso Dan Quayle, protagonista de varias bataholas por ejemplo en cuanto a su récord militar y del vergonzoso episodio en una escuela de Nueva Jersey, cuando erróneamente corrigió a un joven estudiante que deletreó la palabra potato. El caso más patético en la selección de un vice fue el del venerado John McCain, veterano de Vietnam (donde estuvo muchos años detenido como prisionero de guerra), exsenador por Arizona y frustrado candidato republicano en 2008, cuando fue derrotado por Barack Obama. Líder moderado y siempre dispuesto a buscar acuerdos en los temas más engorrosos (como la inmigración o el financiamiento de campañas), cometió un grosero desacierto al designar a Sarah Palin, gobernadora republicana de Alaska, para secundarlo. Curiosamente, lo mismo que le sirvió para ganar el apoyo de la base de su partido lo llevó a dilapidar su ventaja inicial: Palin fue protagonista de papelones memorables en los principales medios de comunicación nacionales. Biden no tuvo problemas en destrozar a su adversaria en el debate entre vicepresidentes, el 2 de octubre de ese año, en St. Louis, Missouri. A partir de esa aciaga experiencia, la selección de los vicepresidentes se convirtió en un tema aún más importante en esta era de campañas profesionales.

El ejemplo más claro de fórmula convergente fue el de Bill Clinton y Al Gore. Los denominadores comunes entre ellos son casi interminables: en el momento en que se postularon eran dos jóvenes sureños, abogados, formados en universidades de elite, parte integral del establishment y de una nueva generación de demócratas cercanos a Wall Street que proponía la reinvención del Estado. Más cercanos al paradigma ideológico de Ronald Reagan que a las tradiciones progresistas típicas de ambas costas o del bastión “azul” de Chicago. Claro, no eran gemelos idénticos: Clinton, gran orador y dueño de un peculiar carisma, provenía de una familia humilde de Arkansas, mientras que el estructurado Gore era parte del círculo rojo de DC, hijo de un también senador por Tennessee y con un particular interés por la cuestión ambiental, algo inusual en esa época, que conectaba muy bien con los votantes más jóvenes.

En nuestra peculiar historia se multiplican los casos algo extravagantes. Como la fórmula Perón-Perón (1973), con sus asimetrías gigantescas a pesar de que se trataba del mismo apellido. O Macri-Michetti, que repitió el éxito a nivel municipal (2007) y nacional (2015). Desde el regreso de la democracia, predominaron las fórmulas complementarias: el interior y el Gran Buenos Aires representados en Alfonsín-Martínez, Menem-Duhalde y Menem-Ruckauf. Cuando Menem apostó por un perfil similar (el caudillo salteño Juan Carlos Romero, en 2003), obtuvo la primera minoría y luego abandonó la carrera presidencial, consagrando así a la complementaria fórmula Kirchner-Scioli. Algo parecido ocurrió con el derrotado binomio Luder-Bittel, dos dirigentes de origen suizo, el primero rafaelino, el segundo chaqueño, ambos con escaso peso en el aparato partidario.

Como en otros aspectos de sus propuestas, para estas elecciones las dos listas de Juntos por el Cambio tuvieron criterios contrastantes. Si bien buscaron complementar el interior y la ciudad de Buenos Aires, Patricia Bullrich se inclinó por Luis Petri para consolidar sus fortalezas en materia de seguridad y la idea de homogeneidad ideológica para implementar el cambio. La fórmula Rodríguez Larreta-Morales enfatiza en la experiencia de gestión al mando del Ejecutivo y en el concepto de ampliar la coalición para que el cambio sea efectivo y perdurable.

A la hora de equivocarse con los compañeros de fórmula, nadie supera el récord de CFK, que tuvo una relación espantosa (por distintos motivos), con todos : Julio Cobos, Amado Boudou y Alberto Fernández. Aun así, fue consistente en sostener el principio de complementariedad. Eso sí: es raro que haya afirmado “el que no apuesta no gana” teniendo en cuenta el magro resultado de sus aventuras electorales, incluida la selección de Zannini como vice de Scioli o de Aníbal Fernández para gobernador de Buenos Aires. Tal vez hubiera obtenido mejores frutos invirtiendo en formar dirigentes idóneos con una visión del mundo moderna y actualizada, conocimiento en política pública y capacidad de resolver problemas concretos de manera eficaz y transparente. En todo caso, su mensaje y su legado serían mucho más interesantes si afirmase: “El que no invierte no gana”, aclarando las cruciales diferencias entre tomar riesgo y apostar.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/la-logica-de-conformacion-de-las-formulas-presidenciales-nid30062023/

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