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Una vida en el Plaza Hotel. Historias de muertes, nacimientos y secretos de celebridades

“Olvidate, porque no son ciertas”, dice con firmeza a la nacion Leonora Acuña de Randle. Con 86 años recién cumplidos, es la memoria viviente del Plaza Hotel. Bisnieta de ...

“Olvidate, porque no son ciertas”, dice con firmeza a la nacion Leonora Acuña de Randle. Con 86 años recién cumplidos, es la memoria viviente del Plaza Hotel. Bisnieta de Ernesto Tornquist –empresario impulsor de su construcción que murió meses antes de que se inaugurara, en 1909–, trabajó allí desde 1968 y durante más de un cuarto de siglo como gerenta de Relaciones Públicas. A cargo del vínculo con la prensa y las embajadas, asegura que son falsas muchas de las historias que se han contado sobre uno de los primeros hoteles de lujo que se construyeron en América del Sur, a cuya terraza subía cuando era chica para ver el río. Suma sin embargo otras, menos conocidas.

Sí es verdad, confirma, que Louis Armstrong se unió a una jam session desde la ventana de su habitación, en 1957, luego de que un grupo de músicos locales comenzaran a tocar una “serenata” bajo su ventana. También que mandaron a hacer una cama de más de dos metros para que entrara Charles de Gaulle, usada luego por Rock Hudson. Pero no que el colchón fuera fabricado en el hotel, que sí alojaba una imprenta, un consultorio médico y talleres de herrería, carpintería, tapicería y costura. Las ollas de cobre, en tanto, eran limpiadas “por los gitanos”.

¿Enrico Caruso rompió con su canto el espejo del botiquín? Otra mentira, según ella. Tampoco hubo, sostiene, una escalera mecánica en el edificio diseñado por el arquitecto alemán Alfred Zucker. Sí un cambio en el proyecto original por pedido de la esposa de Tornquist, Rosa Altgelt, para que no le tapara el sol mientras tejía en la casa de enfrente. También calefacción central, aire acondicionado –en los comienzos, con ventiladores que tiraban aire sobre bloques de hielo– y una kitchenette en una habitación diplomática, en la que Luciano Pavarotti cocinaba sus comidas. El tenor italiano se enamoró de una mesa y se la llevó a modo de “souvenir”, como regalo de la casa. Según Leonora no es probable, como se dijo varias veces, que Arturo Toscanini y María Callas hubieran comido sobre esa misma mesa, ya que ese sector no existía cuando se alojaron en el hotel.

“Cuando vino Raphael, el cantante, fue un despiole. Pero no es cierto que las mujeres se escondieran debajo de las cortinas y la cama –agrega–. Algo parecido ocurrió con la visita de Catherine Deneuve: entró por atrás, con los cables pelados, porque la seguían desde el aeropuerto y pensó que la iban a matar”.

Otra anécdota de actores famosos es la que recuerda Michel Nauleau, contratado en 1992 como Gerente de Banquetes, en un libro sobre la vida de Leonora editado por su familia: “Cuando Anthony Quinn se alojó en el hotel con su mujer, venía todo el tiempo a hablar por teléfono con su novia en no sé que país, creo que México. Leonora, por supuesto, advertida del tema, venía a solucionarme los inconvenientes que causaba la presencia de este actor dentro de mi oficina, porque además pasaba horas en el teléfono”.

Un día llegó desde Europa una carta dirigida al gerente. Estaba firmada por un antiguo huésped que había disfrutado tanto su estadía en ese edificio porteño, que deseaba descansar allí para siempre tras un último recorrido por Buenos Aires. En el envío se adjuntaban, por lo tanto, sus cenizas. “Yo no lo pienso llevar a pasear”, se quejó Leonora. Sí cumplió con la voluntad de que sus restos fueran enterrados en el Roof Garden, frente a la Basílica del Santísimo Sacramento.

Fue también ella quien llevó flores a un anciano que murió en el hotel, donde nació Mercedes Perkins en 1926. “Por ese entonces, los huéspedes llegaban en barco con baúles y se quedaban durante meses”, explica. Gladys Perkins, prima de Mercedes, recuerda en el citado libro familiar haber dormido varias veces en el Plaza gracias a Leonora en la década de 1970, en “cuartos de lo más extraños y modernosos, con ventanas en forma de claraboyas de barco, unos muebles y lámparas futuristas y adornos horribles”, así como “en una suite chiquitita en donde había las cosas más maravillosas, los muebles más paquetes, adornos de cristal y lámparas de Sèvres”.

En el Plaza se celebraron además muchos casamientos, incluido el de Leonora. “Pancho Ibáñez amenizaba todo”, señala. Una de las reuniones más memorables para el conductor televisivo y locutor, según recuerda él mismo en dicho libro, fue la que convocó a todos los Tornquist en 1989. Como nadie le prestaba atención debido al entusiasmo generalizado, comenzó a hablar en “un idioma absolutamente inventado pero con resonancias escandinavas”, hasta que logró que su audiencia hiciera silencio.

Mientras funcionó como empresa familiar, confirma Leonora, sus integrantes llegaron a aportar juegos de plata y sábanas para mejorar la habitación donde se alojaron el Sha de Persia y Farah Diba, e incluso cumplieron las tareas de empleados de distintas áreas durante las huelgas recurrentes de los años 80. “En una ocasión –recuerda–, la mujer del presidente de la companía empezó a hacer las camas, se sacó los zapatos y después no se acordaba en qué habitación los había dejado”.

El Plaza Hotel, actualmente cerrado por renovación para sumarle propuestas en gastronomía, pequeñas oficinas y viviendas de lujo, no pertenece a la familia desde hace una década. Fue adquirido por el grupo Alvear mientras lo administraba la cadena Marriott, que editó otro libro en 2009 para celebrar su centenario.

Se recuerda allí que frente a la plaza San Martín se alojaron reyes –como Juan Carlos y Sofía, de España–, presidentes, embajadores y celebridades que incluyeron a Pelé, Liza Minelli y Mikhail Baryshnikov, e incluso los astronautas Neil Armstrong y Michael Collins. Pero nada tan “picante” como las anécdotas que cuenta Leonora, dignas de la película El Gran Hotel Budapest, de Wes Anderson. Una de ellas tiene como protagonista al marajá de Kapurtala, quien visitó Buenos Aires en 1925. “Se sentía mal y llamaron a Carlos Malbrán, para que lo atendiera. Lo encontró en la habitación con uno de sus sirvientes parado sobre la cama, abanicándolo. Fueron a un juicio que ganó Malbrán, porque el marajá no le pagó; le dijo que creía que para él sería un honor atenderlo”.

Entre los empleados del hotel, agrega, sobresalían un indio que hacía curry en vivo entre las mesas de El Grill –desde donde se envió según ella el catering para la inauguración del Llao Llao, en Bariloche, y para abastecer al dirigible Graf Zeppelin en su paso sobre Buenos Aires– y el “Negro José”. Este último, relata, “había nacido en Cabo Verde y era chico cuando vino. Estaba mirando el hotel cuando una señora se le acercó le dijo: ‘¿Te gusta ese edificio? ¿Querrías trabajar ahí?’ Él contestó que sí. Entonces la señora agarró una tarjeta, escribió algo y le dijo que lo llevara. Era mi bisabuela. Empezó a trabajar en el guardarropas, y se hizo amigo de varios de los señores que dejaban sus abrigos. Incluso le daban plata para que jugara a las carreras de caballos”.

Otra historia conmovedora es la de Juan Francisco Vallet, quien comenzó a trabajar en el hotel a los 12 años como ayudante de limpieza. Hasta que un huésped le ofreció emplearlo en su fábrica, en Estados Unidos. Ya graduado de ingeniero en la Universidad de Ohio y convertido en un importante empresario, una vez al año viajaba a Buenos Aires y se hospedaba, claro, en el Plaza.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/conversaciones-de-domingo/una-vida-en-el-plaza-hotel-historias-de-muertes-nacimientos-y-secretos-de-celebridades-nid25062023/

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