Llovían margaritas desde helicópteros militares mientras tocaba Santana ante una colina pintada con medio millón de muchachos alegres en medio de la campiña bucólica del Estado de Nueva York. Era el último aliento de los años sesenta. «¿Cómo no íbamos a pensar que cualquier cosa era posible?», recuerda ahora Elizabeth Pimentel, una más en la marea humana que tomó el festival de Woodstock de 1969, con probabilidad el evento musical más famoso e influyente de la historia de la música.
Elizabeth Pimentel
Pimentel habla con nostalgia y orgullo en la terraza de un café de la ciudad de Nueva York de aquel festival, del que ahora se cumple medio siglo. «Nada más terminar, estábamos convencidos de que el mundo se dividía en dos grupos: los que habían ido a Woodstock y los que no».
El mito y la memoria, tamizados por sustancias prohibidas y el barro de esas laderas peladas por la muchedumbre, conviven en el recuerdo de Woodstock. Pimentel entorna los ojos y regresa a un viaje desde Long Island, en tren de cercanías, metro y coche con amigos hasta quedar atascados en el embotellamiento monumental que se formó en las inmediaciones del festival, hoy a dos horas y media de la ciudad. Recuerda una larga caminata hasta la granja de Bethel que acogió los conciertos, saltando a ratos a furgonetas y escarabajos de Wolkswagen, entre chicos y chicas con melenas y abalorios, guitarras y optimismo. Tres días enteros de conciertos y tormenta convirtieron Woodstock en una piscina de un barro que igualó a todos, una turba marrón que compartía porros y rodajas de sandía, que se bañaba desnuda en los lagos, que se abrazaba con desconocidos y se prometía amor y paz eternos. Pimentel se quedó dormida en algún momento, y recuerda despertarse con la voz de Grace Slick, la cantante de Jefferson Airplane, con un espectacular vestido blanco y con alguien gritando por el micrófono «vamos a dar de desayunar a cuatrocientas mil personas en la cama» (era Wavy Gravy, uno de los organizadores del festival).
«Fue maravilloso», dice Stacy Cohen, con un cigarrillo en la boca y una mano al volante, por las carreteras sinuosas que llevan al lugar del festival original. Cohen atiende junto a su marido una destilería, un restaurante y una galería de arte en las inmediaciones del Bethel Woods Center for the Arts, la institución dedicada a la memoria de Woodstock en el lugar del festival, que vive el aniversario con intensidad. «Fui con once años, con mis padres, vivíamos por aquí», recuerda Cohen, con el «bip-bip» molesto con el que su coche avisa de que no lleva puesto el cinturón de seguridad.
Hoy, el que fuera el escenario del festival de Woodstock, tiene un aspecto probablemente similar al de julio de 1969, antes de que lo tomaran cientos de miles de jóvenes venidos de otros puntos del estado de Nueva York. Es una colina ondulada, un cuenco de hierba que forma un anfiteatro natural. Si no fuera por la existencia del Bethel Woods Center for the Arts en lo alto de la ladera y un par de placas conmemorativas, cualquiera lo tomaría por otra parcela de pasto de la región. Aquel verano lo encontraron, ya desesperados, los promotores del concierto, Michael Lang, John Roberts y Joel Rosenman. Poco antes, con el festival ya en marcha y miles de entradas vendidas, el pueblo de Walkill, a una hora de allí, había rechazado su presencia después de haber conseguido un recinto para el festival: los vecinos y las autoridades no querían una invasión de «hippies».
Por eso, Max Yagur, el dueño de la granja que no puso problema en acoger el festival, es uno de los santones de Woodstock. Sus vecinos le amenazaron y le boicotearon, pero él insistió en abrazar los «tres días de paz y música», como se publicitó el festival. En un reciente panel celebrado en Bethel con algunos de los responsables de Woodstock, cada vez que la imagen de Yagur aparecía en la proyección de un documental sobre el festival, el público rompía a aplaudir.
Chris Langhart - J. Ansorena
«Fue milagroso», resume Chris Langhart, jefe de logística de Woodstock. Él se encargó de levantar un escenario inmenso en la parte baja de la ladera, traer agua, luz y teléfono a esta zona rural. Se esperaban menos de cien mil personas, pero la asistencia se desbordó y se llegó al medio millón. El gobernador del Estado, Nelson Rockefeller, amenazó con enviar a la Guardia Nacional. La organización acabó abriendo las puertas a todos los asistentes, se convirtió en un festival gratuito. Las condiciones meteorológicas, del bochorno a la tormenta, no ayudaron. «Las cosas se tuvieron que hacer rápido y mientras se fumaban muchos porros», dice Langhart. Milagroso, sin duda.
Woodstock se convirtió, sin buscarlo, en el símbolo musical de una época. Hubo grandes ausencias –Bob Dylan, Rolling Stones, The Doores, Led Zeppelin–, pero no se echó de menos a nadie. Casi cada actuación del festival se convirtió en un acontecimiento en sí mismo, llenas de anécdotas y leyendas. A Richie Havens le sacaron a cantar el primero, aunque no le tocaba porque, con el atasco, muchos artistas no habían llegado. Ravi Shankar tocó bajo la lluvia. Joan Baez,embarazada y de noche. A John Sebastian, que no estaba en el cartel, le sacaron al escenario con su guitarra, afectado por el ácido, porque el escenario estaba mojado y no se podían poner los amplificadores para Santana. Grateful Dead durmieron en el bosque, con otros espectadores. A The Who les convencieron para tocar en una cena con mucho vino y su espagueti preferido. Jimi Hendrix llegó en una avioneta a un aeropuerto cercano y tocó en la última mañana, con la colina apenas poblada, su célebre versión con guitarra del himno estadounidense.
«Ojalá hubiera tenido mejor equipo y más presupuesto y personal, no teníamos tanto dinero», dice ahora Bill Hanley, que fue el responsable de sonido. Pero entre tormentas, vientos huracanados que hicieron temer que se cayera una de las torres de sonido y otros imprevistos, el festival continuó. El documental que se grabó durante aquel fin de semana –ganador de un Oscar en 1970– cimentó la memoria del festival y de los artistas que participaron: el despegue de Joe Cocker como estrella, la fuerza desgarrada de Janis Joplin o el brillo de Crosby, Stills & Nash.
John Morris - J. Ansorena
Uno de los grandes desafíos fue, en efecto, que hubiera música: ante el aluvión de jóvenes, era imposible traer a los artistas desde sus hoteles. «Al principio marcamos una ruta para los coches entre los bosques con colores, para encontrar el camino», dice Bill Belmont, coordinador de artistas en Woodstock. «Luego ya tuvimos que alquilar helicópteros para llevarlos hasta el escenario».
«El gran protagonista, sin embargo, fue la gente», asegura John Morris, jefe de producción del festival. En su día, muchos creyeron que Woodstock sería un infierno de caos, violencia y drogas, en medio de fuertes tensiones políticas, agitaciones contraculturales y protestas por la guerra de Vietnam. Pero acabó como un ejemplo de armonía y convivencia, una isla de paz y música, una enmienda a la totalidad a que no hay otro mundo posible, aunque solo dure tres días. «De lo que estoy más orgulloso es de que en una reunión de medio millón de personas, no hubiera ni un solo caso de violencia de un ser humano contra otro», celebra hoy Morris.
Antes de despedirse, Pimentel saca de su bolso un sobre manila con el programa del festival. «Me lo pasé en grande. Me da pena que los los millenials ahora no vivan algo similar», dice sobre una época en la que los conciertos están domesticados y estratificados entre zonas vip, patrocinadores… Han pasado cincuenta años y lo conserva intacto, al igual que su billete de autobús de vuelta, de la línea Short Line, que todavía hoy une esta región con Nueva York. Sabe que son un trozo de la historia y los guarda de vuelta con cuidado, con una sonrisa satisfecha.